/En el piso bajo/ de mi casa/ había una carnicería,/ establecimiento/ de los más antiguos/ de Madrid/ y que llevaba el nombre/ de la dinastía/ de los Ricos./ Poseía/ esta acreditada tienda/ una tal doña Javiera,/ muy conocida/ en este barrio/ y en los limítrofes./ Era hija de un Rico/ y su difunto esposo/ era de la familia Peña,/ otra dinastía choricera/ que ha celebrado/ varias alianzas/ con la de los Ricos./ Conocí a doña Javiera/ en una noche de verano/ del año 78,/ en que tuvimos/ en nuestras casa/ alarma de fuego/ y anduvimos/ todos los vecinos/ escalera arriba/ y escalera abajo,/ de piso en piso./ Me pareció doña Javiera/ una excelente señora/ y yo debí de parecerle/ persona formal y digna/ por todos conceptos/ de su estimación,/ porque un día/ se metió en mi casa/ la del tercero derecha,/ sin anunciarse,/ y de buenas a primeras/ me colmó de elogios,/ llamándome/ el hombre modelo/ y el espejo/ de la juventud./No conozco otro ejemplo,/Sr. de Manso,/ me dijo./¡Un hombre sin trapicheos,/ sin ningún vicio,/ metidito toda la mañana/ en su casa;/ un hombre que no sale/ más que dos veces,/ tempranito a clase/ y por las tardes a paseo,/y que además gasta poco,/ se cuida la salud/ y no hace tonterías…!/ Esto es de lo que ya/ se acabó, Sr. Manso./ Si a usted/ le debían poner/ en los altares…/¡Virgen!, es la verdad,/¿para qué decir/ otra cosa?/ /Yo hablo todos los días/ de usted/ con cuantos /me quieren oír/ y le pongo por modelo./ Pero no nacen/ de estos hombres/ todos los días./ Yo no debiera/ abrir la boca/ delante de usted,/ me decía,/ porque soy una ignorante,/ una paleta/ y usted todo lo sabe./ Pero no puedo/ estar callada./ Usted me disculpará/ todos los disparates/ que yo pueda soltar/ y hará como que/ no los oye./ No crea usted/ que yo desconozco/ mi ignorancia,/no, Sr. de Manso./ No tengo pretensiones/ de mujer sabia/ ni de instruida/ porque sería ridículo,/¿está usted de acuerdo?/ Digo lo que siento,/ lo que me sale/ del corazón/ que es mi boca…/ Soy así, franca y natural,/ más clara que el agua./ Como que soy de tierra/ de Ciudad Rodrigo…/ Más vale ser así/ que hablar con remilgos/ y plegar la boca/ buscando vocablotes/ que una no sabe/ lo que significan./ La honrada amistad/ entre aquella buena/ señora y yo/ crecía rápidamente./ Cuando yo bajaba/ a su casa,/ me enseñaba/ sus lujosos vestidos/ el jubón de terciopelo,/ el pañuelo bordado/ de lentejuelas,/ la mantilla,/ las horquillas de plata,/ los pendientes/ y collares de filigrana,/ todo primoroso/ y muy castizo./ Para que me acabara/ de pasmar,/ me mostraba luego/ todos sus pañuelos/ de Manila/ que eran una riqueza./ Un día que bajé,/ vi que había puesto/ en un marco/ y colgado en la pared/ de la sala/ un retrato mío/ que publicó/ no sé qué periódico/ ilustrado./ Esto me hizo reír/ y la mujer,/ alegrándose/ por lo que había hecho,/ me hizo reír más./ He quitado a San Antonio/ para ponerle a usted./ Fuera santos/ y vengan catedráticos…/¡Vamos,/ que el otro día,/ leyendo lo que de usted/ decían en el periódico,/ me daba un gozo…!/ No me faltaba/ en las fiestas principales /ni en mis días/ el regalito de jamón/ u otros artículos/ realmente apetitosos/ de lo mucho y bueno/ que en la tienda había./ Todo tan abundante/ que no pudiendo/ consumir todo/ por mí solo,/ distribuía/ una buena parte/ entre mis compañeros/ de claustro,/ alguno de los cuales,/ ardiente devoto/ de la carne de cerdo,/ me hacía bromas/ sobre mi vecina./ Pero las finezas/ de doña Javiera/ no escondían/ pensamiento amoroso,/ aunque tampoco eran/ totalmente/ desinteresadas./ Así me lo manifestó/ un día en que,/ de vuelta de la parroquia/ de San Ildefonso,/ subió a mi casa,/ y sentándose/ con su habitual llaneza/ en un sillón/ de mi sala-despacho,/ se puso a contemplar/ mi estantería de libros,/ rematada/ por unos cuantos bustos/ de yeso./ Aquella mañana/ yo estaba/ poniendo notas/ y redactando/ el prólogo/ a una traducción/ del Sistema/ de Bellas Artes/ de Hegel,/ realizada por un amigo./ Las ideas sobre lo bello/ llenaban mi mente/ y se revolvían en ella,/ produciéndome ya/ tal confusión/ que la vista/ de aquella señora/ fue para mi pensamiento/ un placentero descanso./ La miré y sentí/ que se me despejaba/ la cabeza,/ que volvía a reinar/ el orden en su interior,/ como cuando/ el maestro entra/ en la sala/ de una escuela/ donde los chiquillos/ están alborotados/ y jugando./ Siempre me había parecido/ doña Javiera/ persona de buen ver;/ pero aquel día/ se me antojó/ hermosísima./ La mantilla negra,/ el gran pañolón de Manila,/ amarillo y rameado/ pues venía/ de ser madrina/ de bautizo/ de un hijo/ del carbonero,/ las joyas anticuadas,/ pero verdaderamente ricas,/ de pura ley,/ vistosas,/ con muchas esmeraldas/ y fuertes golpes/ de filigrana,/ daban grandísimo realce/ a su blanca tez/ y a su negro/ y bien peinado cabello./ ¡Bendito sea Hegel!./ Todavía estaba/ doña Javiera/ en muy buena edad/ y aunque/ la vida sedentaria/ le había hecho engrosar/ más de lo que ordena/ el Maestro/ en el capítulo/ de las proporciones,/ su gallarda estatura,/ su buena conformación/ y reparto/ de carnosidades,/ huecos y bultos/ casi casi hacían/ de aquel defecto/ una hermosura./ Al verla destacándose/ sobre aquel fondo/ de librería,/ hallaba yo/ tan gracioso/ el contraste,/ que se me ocurrió/ añadir a mis comentarios/ uno sobre la Ironía/ en las Bellas Artes./ Estoy aquí mirando/ los padrotes, dijo,/ volviendo sus ojos/ a lo alto de la pared./ Los padrotes/ eran cuatro bustos/ comprados por mi madre/ en una tienda de yesos./ Los había elegido/ sin ningún criterio,/ atendiendo sólo/ al tamaño,/ y eran Demóstenes,/ Quevedo,/ Marco Aurelio/ y Julián Romea./ Esos son los maestros/ de todo cuanto se sabe/ indicó la señora,/ llena de profundo respeto./ ¡Y cuánto libro!/¡Si habrá letras aquí…/ Virgen!/¡Y todo esto/ lo tiene usted/ en la cabeza!/ Así nos sabe tanto./ Pero vamos/ a nuestro asunto./ Atiéndame usted./ No necesitaba/ que me lo advirtiese/ porque tenía/ toda mi atención/ puesta en ella./ Yo le tengo a usted/ mucha estima,/ Sr. de Manso./