/Edmundo se quedó inmóvil/ ante aquel gran espectáculo,/ como si lo viese/ por primera vez./ Lo había olvidado/ desde su entrada en el calabozo./ Se volvió hacia el castillo,/ intentando escudriñar/ con una penetrante mirada/ la tierra y el mar./ El sombrío edificio/ se recostaba entre las olas/ con esa imponente majestad/ de las cosas inmóviles,/ que parece que tengan ojos/ para vigilar/ y acento para ordenar./ Serían ya las cinco de la mañana/ y el mar continuaba calmándose./ Dentro de dos o tres horas,/ se dijo Edmundo,/ el carcelero irá a mi cuarto,/ hallará el cadáver/ de mi desdichado amigo,/ le reconocerá,/ me buscará en vano,/ y dará el grito de alarma./ Descubrirán el túnel/ y la galería,/ preguntarán a los enterradores/ que me arrojaron al mar,/ que han debido oír mi grito,/ saldrán en seguida mil barcas/ llenas de soldados/ en persecución del fugitivo,/ sabiendo que no puede estar muy lejos,/ el cañón anunciará/ a toda la costa/ que nadie dé asilo/ a un hombre desnudo y hambriento/ que andará errante,/ y saldrán de Marsella/ los alguaciles y los espías/ a perseguirme por tierra,/ mientras el gobernador/ me persigue por mar./ ¿Qué será entonces de mí?/ Tengo hambre, tengo frío,/ incluso he perdido/ mi cuchillo salvador,/ que me estorbaba para nadar./ Estoy a merced del primero/ que quiera ganarse veinte francos/ entregándome a los alguaciles./ Ya no me quedan ni fuerzas,/ ni resolución, ni ideas./ ¡Oh Dios mío!/ Mirad si he sufrido bastante,/ y si podéis hacer por mí/ más de lo que yo puedo./ Cuando el pobre Edmundo,/ en una especie de delirio,/ ocasionado por su abatimiento/ y el vacío de su inteligencia,/ pronunciaba esa plegaria,/ vio aparecer en el horizonte/ una vela latina,/ semejante a una gaviota/ que vuela rozando/ la superficie de las aguas,/ un barquichuelo/ en el que sólo el ojo de un marino/ podía reconocer/ una tartana genovesa,/ estando como estaba/ el mar todavía un tanto nebuloso./ Salía del puerto de Marsella/ y entraba en alta mar/ cortando las espumas/ con su aguda proa./ ¡Oh! exclamó Edmundo./ ¡Pensar que si no temiese/ que me reconocieran por fugitivo/ y me llevasen a Marsella,/ yo podría alcanzar aquel barco/ dentro de media hora!/ ¿Qué he de hacer?/ ¿Qué he de decir?/ ¿Qué fábula inventaré/ para engañarlos?/ Es posible que esas gentes,/ sean contrabandistas y casi piratas,/ y que con pretexto del comercio/ merodean por las costas,/ prefieran venderme/ a hacer una buena acción/ que no les reporte nada./ Esperemos lo que ocurre. Pero esperar/ es algo imposible,/ me estoy muriendo de hambre,/ dentro de pocas horas/ perderé las escasas fuerzas/ que todavía me quedan./ Se acerca además la hora/ de la visita del carcelero,/ todavía no han dado/ la señal de alarma,/ acaso no sospecharán nada aún,/ puedo pasar por uno de los marineros/ de esa barca pescadora/ que ha naufragado esta noche./ No es algo imposible,/ ninguno de ellos/ vendrá a contradecirme,/ porque todos han muerto./ Al decir estas palabras,/ Dantés volvió los ojos/ hacia el lugar en que la barca/ se había hecho pedazos,/ y se estremeció./ En la punta de una roca/ se había quedado agarrado/ el gorro de uno de los marineros,/ y flotando cerca de allí/ los restos de la barca,/ tablas insignificantes/ que el mar arrojaba/ contra las rocas de la isla./